En general, las causas o factores que provocan el acoso en los centros educativos suelen ser personales, familiares y escolares. En lo personal, el acosador se ve superior, bien porque cuenta con el apoyo de otros atacantes, o porque el acosado es alguien con muy poca capacidad de responder a las agresiones. En la mayoría de las ocasiones, el acosador lo que quiere es ver que el acosado lo está pasando mal.
El bullying puede darse en cualquier tipo de colegio, público o privado, pero según algunos expertos, cuanto más grande es el centro escolar más riesgo existe de que haya acoso escolar. A esta característica, hay que añadir la falta de control físico y de vigilancia en los centros educativos. Sería recomendable que en los pasillos hubiera siempre alguien, profesores o cuidadores, para atender e inspeccionar a los alumnos.
Aparte de eso, el tratamiento que se da a los alumnos es muy importante. La falta de respeto, la humillación, las amenazas o la exclusión entre el personal docente y los alumnos llevan a un clima de violencia y a situaciones de agresión. El colegio no debe limitarse sólo a enseñar, pero debe funcionar como generador de comportamientos sociales.
Causas familiares del acoso escolar
En el terreno familiar, el origen de la violencia en los chavales puede residir en la ausencia de un padre o en la presencia de un padre violento. Esa situación puede generar un comportamiento agresivo en los niños y llevarles a la violencia cuando sean adolescentes. Además de eso, las tensiones matrimoniales, la situación socioeconómica o la mala organización en el hogar, también pueden contribuir a que los niños tengan una conducta agresiva.
En resumen, las causas del bullying pueden residir en los modelos educativos que son un referente para los niños, en la ausencia de valores, de límites y de reglas de convivencia; en recibir castigos a través de la violencia o la intimidación y en aprender a resolver los problemas y las dificultades con la violencia.
Cuando un niño está expuesto constantemente a esas situaciones, acaba por registrar automáticamente todo en su memoria, pasando a exteriorizarlo cuando lo vea oportuno. Para el niño que practica el bullying, la violencia es sólo un instrumento de intimidación. Para él, su actuación es correcta y, por lo tanto, no se autocondena, lo que no quiere decir que no sufra por ello.
En 1971, Philip Zimbardo, un investigador del comportamiento de la Universidad de Stanford, impulsó un experimento que cambiaría para siempre la historia de la psicología. Con esa iniciativa, Zimbardo pretendía averiguar cómo se adapta la gente que había ido llevando una vida normal al día a día en un entorno carcelario. Además, la prueba también serviría para conocer cómo se plasman las diferencias de poder entre reclusos y funcionarios en las penitenciarías y, sobre todo, si un individuo con buenos sentimientos acaba corrompiéndose en ese ambiente.
El ensayo se llevó a cabo en una zona de los sótanos de la universidad, que había sido especialmente adaptada para ello, de forma que imitara la apariencia y contara con el equipamiento característicos de una prisión. Allí, unos estudiantes iban a desempeñar los papeles de reos y otros los de carceleros. La selección se haría al azar.
La idea era que la prueba durase varias semanas, pero tuvo que suspenderse cuando solo habían pasado seis días. En la primera jornada todo transcurrió con normalidad y no se dieron incidentes de importancia entre ambos grupos, pero muy pronto se observó que los voluntarios se metían demasiado en su papel: con el tiempo, los carceleros se fueron convirtiendo en auténticos sádicos y muchos de los prisioneros que habían maltratado acabaron sufriendo trastornos psicológicos.
Aunque el experimento de Zimbardo fue muy criticado, demostró que el entorno ejerce una gran influencia en la conducta.
El psicólogo social norteamericano Stanley Milgram a raíz de el holocausto provocado por los nazis, empezó a hacerse preguntas acerca de la obediencia a la autoridad y a plantearse si cualquier sujeto sería capaz de torturar y asesinar obedeciendo órdenes. Para comprobarlo diseñó un experimento que se realizó en un laboratorio de la Universidad de Yale. Los resultados fueron tan sorprendentes que conmocionaron tanto a la comunidad científica, como al público en general, que supo de dicho experimento por la atención que le prestaron los medios de comunicación, llegando a convertirse en uno de los experimentos más famosos dentro del campo de la Psicología Social.
A través de anuncios en un periódico de la ciudad de New Haven, Connecticut, Milgram reclutó a un grupo de hombres de todo tipo de entre 25 y 50 años de edad a quienes pagaron cuatro dólares y una dieta por desplazamiento por participar en lo que ellos creían era un estudio sobre "la memoria y el aprendizaje". Por lo tanto, estos sujetos desconocían que en realidad estaban participando en una investigación sobre obediencia..
Cuando el participante (sujeto experimental) llega al laboratorio de Yale, se encuentra con un experimentador (el cual vestía bata blanca) y un compañero que, como él, iba a participar en la investigación. El experimentador les explica a ambos que el objetivo del experimento es conocer mejor la relación que existe entre castigo y aprendizaje.
Teóricamente se escoge al azar quien hará de maestro y quien de alumno. La tarea del maestro consistía en leer pares de palabras al alumno y luego éste debería ser capaz de recordar la segunda palabra del par después de que el maestro le dijese la primera. Si fallaba, el maestro tendría que darle una descarga eléctrica como una forma de reforzar el aprendizaje. Ambos introducen la mano en una caja y sacan un papel doblado que determinará sus roles en el experimento. Al sujeto experimental le toca la palabra maestro. Los tres hombres se dirigen a una sala contigua donde hay un aparato parecido a una silla eléctrica. El alumno se sienta en ella y el experimentador lo ata con correas diciendo que es "para impedir un movimiento excesivo". Luego le coloca un electrodo en el brazo utilizando una crema "para evitar que se produzcan quemaduras o ampollas".
Afirma que las descargas pueden ser extremadamente dolorosas pero que no causarán ningún daño permanente. Antes de comenzar, les aplica a ambos una descarga de 45 voltios para "probar el equipo", lo cual permite al maestro comprobar la medianamente desagradable sensación a la que sería sometido el alumno durante la primera fase del experimento. El alumno era en realidad un cómplice del experimentador que no recibió descarga alguna. Lo que el sujeto experimental (maestro) escuchaba era una grabación con gemidos y gritos de dolor que era la misma para todo el grupo experimental. Tampoco se asignaba el papel de maestro o alumno al azar, ya que en ambas hojas estaba escrita la palabra maestro. Sin embargo, estas personas no supieron nada del engaño hasta el final de experimento. De esta manera, para ellos, los gritos de dolor eran reales y aún así la mayoría de ellos continuó hasta el final.
La máquina expendedora de descargas se componía de 30 llaves marcadas con etiquetas que indican el nivel de descarga, empezando con 15 voltios, etiquetado como descarga leve, y aumentando de 15 en 15 hasta llegar a 450 voltios, cuya etiqueta decía "peligro: descarga severa". Cada vez que el alumno fallaba, el maestro tenía que aplicarle una descarga que comenzaba en el nivel más bajo e que iba aumentando progresivamente en cada nueva serie de preguntas.
El experimentador y el maestro se sitúan en la habitación anexa y da comienzo el experimento comienza. El maestro lee las palabras a través de un micrófono y escucha las respuestas del alumno. Los errores iniciales son castigados con descargas leves, pero conforme el nivel de descarga aumenta, el maestro empieza a escuchar sus quejas, concretamente a los 75 voltios. Cuando el maestro duda en aplicar la descarga el experimentador le empuja a continuar. A los 120 voltios el alumno grita diciendo que las descargas son dolorosas. A los 135 aúlla de dolor. A los 150 anuncia que se niega a continuar. A los 180 grita diciendo que no puede soportarlo. A los 270 su grito es de agonía, y a partir de los 300 voltios está con estertores y ya no responde a las preguntas.
El maestro, así como el resto de sujetos experimentales que hacen de maestros durante el experimento, se va sintiendo cada vez más ansioso. Muchos sonríen nerviosamente, se retuercen las manos, tartamudean, se clavan las uñas en la carne, piden que se les permita abandonar e incluso algunos se ofrecen para ocupar el lugar de alumno. Pero cada vez que el maestro intenta detenerse, el experimentador le dice impasible: "Por favor, continúe". Si sigue dudando utiliza la siguiente frase: "El experimento requiere que continúe". Después: "Es absolutamente esencial que continúe" y por último: "No tiene elección. Debe continuar". Si después de esta frase se siguen negando, el experimento se suspende.
Los resultados obtenidos en el experimento superaron todas las expectativas. Si bien las encuestas hechas a estudiantes, adultos de clase media y psiquiatras, habían predicho un promedio de descarga máxima de 130 voltios y una obediencia del 0%, lo cierto es que el 62'5 % de los sujetos obedeció, llegando hasta los 450 voltios, incluso aunque después de los 300 el alumno no diese ya señales de vida.
Lógicamente, lo primero que se preguntaron los investigadores fue cómo era posible que se hubiesen obtenido estos resultados. ¿Eran todos los participantes unos sádicos? La conducta manifestada por los sujetos experimentales demuestra que esto no es así, pues todos se mostraban preocupados y cada vez más asustados ante el cariz que estaba tomando la situación, y cuando finalmente se enteraban de que en realidad no habían hecho daño a nadie se sentían aliviados.
Tanto Milgram como otros investigadores pusieron en marcha diversos experimentos en diferentes países, introduciendo variaciones en algunos de ellos para tratar de aclarar cuáles son los factores que determinan mayor o menor obediencia. En uno de ellos se constató que cuanto más alejado estaba el alumno del maestro mayor era el índice de obediencia. Cuando los participantes no escuchaban la voz del alumno, sino que solamente podían escuchar sus golpes en la pared a los 300 voltios, la obediencia fue del 65 %. Si el alumno se encontraba en la misma habitación que el sujeto, quien podía verlo y oírlo, la obediencia fue del 40 %. Y cuando el maestro (adecuadamente "protegido") tenía que apretar la mano del alumno contra una placa para que recibiera la descarga, el 30 % llegó al nivel máximo de descarga. En todos los casos son niveles altos, sobre todo teniendo en cuenta que la predicción había sido una obediencia nula ya que se trataba de torturar a una persona.
En el caso de que el participante recibe apoyo de un compañero que se niega a que el experimento continúe, la obediencia decae al 10%, mientras que si ese compañero apoya al experimentador, la obediencia asciende más que nunca: el 93% de los sujetos llega hasta los 450 voltios.
Muchos participantes llegaron incluso a obedecer a una autoridad "inmoral" en una investigación en la que la víctima no daba su acuerdo a no ser que el experimentador prometiera poner fin al estudio si se lo pedía. Cuando el experimentador rompía su promesa y seguía instando al participante a que obedeciera, el índice de obediencia fue del 40 %.
No obstante, cuando el experimentador abandonaba la sala y dejaba a cargo a una persona que el maestro considera su igual, la obediencia descendía al 20 %, y era nula cuando dos experimentadores dan órdenes opuestas. Además, la obediencia continuaba al mismo nivel aun cuando era otro experimentador el que recibía las descargas, y al comparar los niveles de obediencia entre hombres y mujeres no se encontraron diferencias significativas.
La explicación que ofrece Milgram a estos asombrosos resultados es que los sujetos entraron en lo que él llamó "estado de agente", caracterizado por el hecho de que el individuo se ve a sí mismo como un agente ejecutivo de una autoridad que considera legítima. Aunque la mayoría de las personas se consideran autónomas, independientes e iniciadoras de sus actos en muchas situaciones, cuando entran en una estructura jerárquica pueden dejar de verse de ese modo y descargar la responsabilidad de sus actos en la persona que tiene el rango superior o el poder. Hay que recordar que los sujetos del experimento accedían voluntariamente a realizarlo, aunque en ningún momento se les dijo que estarían en una situación en la que tendrían que obedecer órdenes. La estructura social del experimento activaba con fuerza una norma social que todos hemos aprendido desde niños: "Debes obedecer a una autoridad legítima", entre ellos los representantes de instituciones universitarias y científicas (o los profesores en los colegios), policías, bomberos, oficiales de mayor rango en el ejército, etc. Cuando el sujeto entra libremente en una organización social jerárquica, acepta, en mayor o menor medida, que su pensamiento y sus actos sean regulados por la ideología de su institución.
Para obedecer, por tanto, la autoridad debe ser considerada legítima. En los experimentos de Milgram la figura de autoridad se reconocía fácilmente, como sucede en muchas situaciones de la vida real: científicos y médicos llevan batas blancas, los policías y los bomberos llevan uniformes, etc. Todos estos símbolos son capaces de activar la norma de obediencia a la autoridad.
Pero estos no son los únicos factores que intervienen en la explicación de los hechos. Cada vez que el maestro protestaba, el experimentador centraba su atención en la norma de la obediencia: "el experimento exige que continúe", "no tiene elección", y su calma ante el sufrimiento del alumno y ante las dudas del maestro, parecían indicarle a este último que, en esa situación, la conducta apropiada era obedecer por el bien del experimento, por fines superiores como la ciencia y el conocimiento.
Aún así, otra norma social que también habían aprendido estas personas desde su infancia les recordaba que no se debe hacer daño a los demás y que debemos prestarles nuestra ayuda cuando la necesiten. Este dilema les producía una gran ansiedad porque sabían que no estaban haciendo nada para aliviar el sufrimientos de esas personas. Milgram había logrado resaltar la norma de la obediencia y la situación incitaba a los maestros a prestar menos atención a la norma de ayuda a los demás (o responsabilidad social). Pero, ¿qué pasa cuando acentuamos la norma de la responsabilidad social? Como hemos visto, cuanto más próxima está la víctima al individuo, como cuando tenían que sujetar su mano sobre la placa, menor es la obediencia. Del mismo modo que la persona que espía por el ojo de una cerradura se llena de vergüenza al ser descubierta, el individuo que mira a los ojos de su víctima mientras le aplica la descarga, se ve reflejado en ella; las consecuencias de sus actos son demasiado evidentes, el nexo entre acción y consecuencia es palpable y los ojos de su víctima son el espejo en el que se refleja su propio rostro y lo hace más consciente de sí mismo y, por tanto, de sus actos, lo que lleva a un aumento de su sensación de responsabilidad ante ellos. Esto hace que la norma de responsabilidad social tenga más poder que la de la obediencia.
Los participantes comenzaron aplicando descargas leves de 15 voltios, que no suponían más que una simple molestia. Después, un poco más, aumentando gradualmente la intensidad de la descarga. Esta secuencia también contribuía a que los sujetos se viesen inmersos en la trampa de la obediencia. Además, llegaron engañados, sin que jamás se les hubiese pasado por la cabeza que acabarían haciendo tanto daño a alguien. Tampoco imaginaban que el alumno cometería tal número de errores al hacer algo tan sencillo (esto también estaba amañado de antemano), ni que las descargas llegarían a ser tan fuertes. Por otro lado, los participantes habían accedido a participar voluntariamente y, por tanto, habían reconocido al experimentador como autoridad legítima, y el hecho de haber obedecido durante las primeras fases podía estar empujándolos a continuar haciéndolo.
Otro mecanismo psicológico que interviene (y probablemente el más preocupante) consiste en llegar a pensar que la víctima se merece realmente lo que le está sucediendo. Muchos de los individuos que llegaron a los 450 voltios, una vez terminado el experimento criticaban a los alumnos diciendo que eran tan estúpidos que les estaba bien empleado. Al pensar que la víctima se lo merece, estas personas se sienten mejor, pudiendo reducir la ansiedad ocasionada por el conflicto entre sus deseos de no hacer daño a nadie y su obediencia. Por otro lado, la tendencia a culpar a la víctima aparece en numerosos contextos sociales como un forma de protegerse y que está basada en la creencia en un mundo justo, donde cada cual recibe lo que merece, sea bueno o malo. De esta forma, pueden pensar que a ellos, que son buenas personas, no les pasará nada realmente malo. Si, por el contrario, el mundo que nos rodea es considerado un lugar injusto, a cualquier persona puede sucederle algo terrible, haga lo que haga, con escasas probabilidades de controlarlo. De ahí que haya tanta gente que, erróneamente, quiere creer en ese hipotético mundo donde cada cual obtiene siempre lo que merece. Y si resulta que nosotros, que somos personas buenas y decentes viviendo en un mundo justo, le hemos dado una descarga de 450 voltios a una persona, fue probablemente porque se lo merecía. Una vez que el maestro, mediante este mecanismo psicológico defensivo, ha llegado a infravalorar al alumno, éste ha pasado de ser una víctima inocente a convertirse en alguien que merece el maltrato.
Por supuesto, el experimento de Milgram no sólo dio que hablar sobre la obediencia sino también sobre la ética en la investigación psicológica, debido al engaño y a la situación tan angustiosa en la que habían sido atrapados los participantes. Milgram se defendió diciendo que todos los sujetos habían sido informados cuidadosamente de la verdad tras el experimento y que los cuestionarios de seguimiento mostraban que el 84% tenía sentimientos positivos acerca de su participación, el 15 % sentimientos neutros y sólo el 1'3 % describió sentimientos negativos. Aún así, estos experimentos llevaron a la introducción del "consentimiento informado", por el que todo participante en una investigación debe tener la información necesaria sobre el experimento, de modo que pueda elegir, sabiendo lo que hace, si quiere participar o no.
Es el uso del tiempo de una manera planeada para el refresco terapéutico del propio cuerpo o mente. Mientras que el ocio es más bien una forma de entretenimiento o descanso, la diversión implica participación activa pero de una manera refrescante y alegre. A medida que la gente de las regiones más ricas del mundo lleva cada vez estilos de vida más sedentarios, la necesidad de la diversión se incrementa. El aumento de las llamadas vacaciones activas ejemplifica esta tendencia.
Actividad o espectáculo que gusta y produce placer
El entretenimiento es importante porque ayuda a mantener un equilibrio en la vida entre los deberes y las ocupaciones,una buena salud física,mental y espiritual.
La teoría de la diversión es un mecanismo para incentivar el uso o el consumo de determinados productos o servicios.
La base de esta teoría es simple; los consumidores llevan a cabo aquellas tareas que le provoca situaciones divertidas, placenteras, aquellas por las que consiguen liberar endorfinas y sentirse mejor.
Las personas prefieren subir por una escalera que simula un piano antes que subir por la escalera mecánica. En el fondo es más divertido, resulta innovador y consigue que se desconecte por momentos de las preocupaciones cotidianas.
La teoría de la diversión hace referencia a una experiencia que genera placer, deseo por probar, arrancar una sonrisa o un gesto que nunca se les hubiera ocurrido llevar a cabo.
En el video que se encuentra al termino del texto, podemos visualizar cómo se aprovecha los lugares muertos o pocos interesantes y que se usan cotidianamente como son salas de espera, pasillos de compra o zonas de atención al cliente. Transformar una sala de espera o una zona de atención al cliente en un lugar divertido es tan simple como colocar unos espejos, una buena música de fondo o cualquier tipo de juego interactivo que requiera una participación del cliente.
No obstante, esta teoría de la diversión tiene un punto negativo dado que una monotonía deja de llamar la atención con el paso del tiempo. Por ejemplo, el protocolo de simular un juego arcade con un contenedor de reciclado de botellas pierde interés una vez que se conoce el funcionamiento y ya no llama la atención al igual que genera una máxima expectación el primer día. Por ese motivo, es necesario innovar y mejorar la diversión con diferentes actividades para implementar la teoría de la diversión, de manera que cada vez que se enfrenten a nuestros a las mismas situaciones cotidianas tengan sensaciones nuevas.
En 1968, el día después del asesinato de Martin Luther King una profesora estadounidense, Jane Elliott, hizo un experimento con sus alumnos para mostrarles qué eran los prejuicios, pues no estaba muy convencida de que supieran lo que era ser juzgado por el color de la piel. «Ojos azules y ojos marrones» fue su experimento.
Cuando leí la referencia a este hecho en un libro de neurociencia, (El cerebro, Nuestra Historia. Autor: David Eagleman), la verdad es que me pareció cuanto menos, arriesgado, no sólo porque dudaba de que en tan poco tiempo la profesora tuviera la autorización de los padres para realizarlo, (aunque eso sería mirar al pasado con los ojos del presente), sino porque ya sobre el papel, el «método» me recordó a un capítulo muy reciente de nuestra historia que todos desearíamos no hubiera ocurrido y que hoy día, pese a lo acaecido, tiene sus réplicas en lugares como Siria, por ejemplo. También llamó mi atención la actitud tan reactiva de esta profesora que ante la atrocidad del asesinato, decidió dar a sus alumnos, de manera casi inmediata, una lección de vida, con este controvertido «juego», la discriminación por el color de los ojos.
El primer día de experimento, Jane dio a los niños de clase de ojos azules, una serie de privilegios sobre los niños de ojos marrones. Decía que los niños de ojos azules, sólo y exclusivamente por ello, eran más listos, menos problemáticos y mejores personas que los de ojos castaños. Además, suprimió a los niños de ojos marrones el derecho a realizar algunas de sus rutinas diarias como jugar en el patio, estar con los niños de ojos azules o beber de la fuente. Incluso, les hizo llevar al cuello un pañuelo azul para que desde la distancia se les distinguiera como «los de ojos marrones», los inferiores. Los niños de ojos azules enseguida adoptaron un comportamiento de abuso, autoridad e injusticia. Se sentían superiores y despreciaban a sus compañeros de ojos oscuros hasta tal punto, que la expresión «ojos marrones» se convirtió en un insulto.
Al día siguiente, la cosa cambió. Jane pidió a sus alumnos de ojos marrones que pusieran sus pañuelos en el cuello de sus compañeros de ojos azules. Esta vez serían ellos, los «ojos marrones», los mejores.
No por haber estado antes en una situación de desventaja, los niños de ojos marrones se comportaron mejor. Fueron tan injustos, segregarios y dominantes como lo fueron con ellos. Hoy eran «los buenos» y esa etiqueta les influyó tanto, que repercutió positivamente, incluso, en las tareas escolares, realizándolas de forma más efectiva y rápida que el día anterior cuando estaban desprestigiados por el color de sus ojos y ese pañuelo azul les recordaba constantemente que daba igual lo que hicieran, nunca serían buenos.
Los experimentos de conformidad con el grupo de Asch fueron una serie de experimentos realizados en 1951 que demostraron significativamente el poder de la conformidad en los grupos.
Los experimentadores, conducidos por Solomon Asch pidieron a unos estudiantes que participaran en una “prueba de visión”. En realidad todos los participantes del experimento excepto uno eran cómplices del experimentador y el experimento consistía realmente en ver cómo el estudiante restante reaccionaba frente al comportamiento de los cómplices. El objetivo explícito de la investigación era estudiar las condiciones que inducen a los individuos a permanecer independientes o a someterse a las presiones de grupo cuando estas son contrarias a la realidad.
Los participantes -el sujeto verdadero y los cómplices- estaban todos sentados en la sala de una clase en donde se les pidió que dijeran cuál era a su juicio la longitud de varias líneas dibujadas en una serie de exposiciones: se les preguntaba si una línea era más larga que otra, cuáles tenían la misma longitud, etc. Los cómplices habían sido preparados para dar respuestas incorrectas en los tests y determinar si ello influía en las respuestas del otro estudiante.
Hace varios años se produjo el apuñalamiento de una joven en medio de una calle de una zona residencial de Nueva York. La joven murió fruto de las heridas que le produjo aquel cuchillo. Aunque esto no suele ocurrir a menudo, la noticia recibió poca atención por parte de los medios de comunicación. Sin embargo, poco después el denominado efecto espectador acaparó toda la atención de la prensa.
¿Qué había ocurrido? Bien, la otra cara del caso es que al menos 38 testigos habían presenciado el asesinato y ninguno intervino para intentar evitarlo. El delincuente tardó más de media hora en asesinar a la joven, Kitty Genovese. Lo realmente sorprendente de este caso es que nadie ayudara a la joven. Ninguno de los 38 testigos llamó ni siquiera a la policía. Todos observaron pero ninguno ayudó.
Cuando se buscaron los motivos de esta falta de ayuda, se habló de «moral decadente», «deshumanización producida en un ambiente urbano», «alienación» y «desesperación existencial». Sin embargo, había otros factores implicados que habían sido pasados por alto.
Este caso ilustra claramente el fenómeno denominado «efecto espectador». El efecto espectador o difusión de la responsabilidad hace referencia a aquellos casos en los que los individuos que son testigos de un crimen no ofrecen ninguna forma de ayuda a víctimas cuando hay otras personas presentes.
Este fenómeno ha sido ampliamente estudiado por la psicología social. Otra forma de definirlo es que es un fenómeno psicológico por el cual es menos probable que alguien intervenga en una situación de emergencia cuando hay más personas que cuando se está solo.