En 1968, el día después del asesinato de Martin Luther King una profesora estadounidense, Jane Elliott, hizo un experimento con sus alumnos para mostrarles qué eran los prejuicios, pues no estaba muy convencida de que supieran lo que era ser juzgado por el color de la piel. «Ojos azules y ojos marrones» fue su experimento.
Cuando leí la referencia a este hecho en un libro de neurociencia, (El cerebro, Nuestra Historia. Autor: David Eagleman), la verdad es que me pareció cuanto menos, arriesgado, no sólo porque dudaba de que en tan poco tiempo la profesora tuviera la autorización de los padres para realizarlo, (aunque eso sería mirar al pasado con los ojos del presente), sino porque ya sobre el papel, el «método» me recordó a un capítulo muy reciente de nuestra historia que todos desearíamos no hubiera ocurrido y que hoy día, pese a lo acaecido, tiene sus réplicas en lugares como Siria, por ejemplo. También llamó mi atención la actitud tan reactiva de esta profesora que ante la atrocidad del asesinato, decidió dar a sus alumnos, de manera casi inmediata, una lección de vida, con este controvertido «juego», la discriminación por el color de los ojos.
El primer día de experimento, Jane dio a los niños de clase de ojos azules, una serie de privilegios sobre los niños de ojos marrones. Decía que los niños de ojos azules, sólo y exclusivamente por ello, eran más listos, menos problemáticos y mejores personas que los de ojos castaños. Además, suprimió a los niños de ojos marrones el derecho a realizar algunas de sus rutinas diarias como jugar en el patio, estar con los niños de ojos azules o beber de la fuente. Incluso, les hizo llevar al cuello un pañuelo azul para que desde la distancia se les distinguiera como «los de ojos marrones», los inferiores. Los niños de ojos azules enseguida adoptaron un comportamiento de abuso, autoridad e injusticia. Se sentían superiores y despreciaban a sus compañeros de ojos oscuros hasta tal punto, que la expresión «ojos marrones» se convirtió en un insulto.
Al día siguiente, la cosa cambió. Jane pidió a sus alumnos de ojos marrones que pusieran sus pañuelos en el cuello de sus compañeros de ojos azules. Esta vez serían ellos, los «ojos marrones», los mejores.
No por haber estado antes en una situación de desventaja, los niños de ojos marrones se comportaron mejor. Fueron tan injustos, segregarios y dominantes como lo fueron con ellos. Hoy eran «los buenos» y esa etiqueta les influyó tanto, que repercutió positivamente, incluso, en las tareas escolares, realizándolas de forma más efectiva y rápida que el día anterior cuando estaban desprestigiados por el color de sus ojos y ese pañuelo azul les recordaba constantemente que daba igual lo que hicieran, nunca serían buenos.