El psicólogo social norteamericano Stanley Milgram a raíz de el holocausto provocado por los nazis, empezó a hacerse preguntas acerca de la obediencia a la autoridad y a plantearse si cualquier sujeto sería capaz de torturar y asesinar obedeciendo órdenes. Para comprobarlo diseñó un experimento que se realizó en un laboratorio de la Universidad de Yale. Los resultados fueron tan sorprendentes que conmocionaron tanto a la comunidad científica, como al público en general, que supo de dicho experimento por la atención que le prestaron los medios de comunicación, llegando a convertirse en uno de los experimentos más famosos dentro del campo de la Psicología Social.
A través de anuncios en un periódico de la ciudad de New Haven, Connecticut, Milgram reclutó a un grupo de hombres de todo tipo de entre 25 y 50 años de edad a quienes pagaron cuatro dólares y una dieta por desplazamiento por participar en lo que ellos creían era un estudio sobre "la memoria y el aprendizaje". Por lo tanto, estos sujetos desconocían que en realidad estaban participando en una investigación sobre obediencia..
Cuando el participante (sujeto experimental) llega al laboratorio de Yale, se encuentra con un experimentador (el cual vestía bata blanca) y un compañero que, como él, iba a participar en la investigación. El experimentador les explica a ambos que el objetivo del experimento es conocer mejor la relación que existe entre castigo y aprendizaje.
Teóricamente se escoge al azar quien hará de maestro y quien de alumno. La tarea del maestro consistía en leer pares de palabras al alumno y luego éste debería ser capaz de recordar la segunda palabra del par después de que el maestro le dijese la primera. Si fallaba, el maestro tendría que darle una descarga eléctrica como una forma de reforzar el aprendizaje. Ambos introducen la mano en una caja y sacan un papel doblado que determinará sus roles en el experimento. Al sujeto experimental le toca la palabra maestro. Los tres hombres se dirigen a una sala contigua donde hay un aparato parecido a una silla eléctrica. El alumno se sienta en ella y el experimentador lo ata con correas diciendo que es "para impedir un movimiento excesivo". Luego le coloca un electrodo en el brazo utilizando una crema "para evitar que se produzcan quemaduras o ampollas".
Afirma que las descargas pueden ser extremadamente dolorosas pero que no causarán ningún daño permanente. Antes de comenzar, les aplica a ambos una descarga de 45 voltios para "probar el equipo", lo cual permite al maestro comprobar la medianamente desagradable sensación a la que sería sometido el alumno durante la primera fase del experimento. El alumno era en realidad un cómplice del experimentador que no recibió descarga alguna. Lo que el sujeto experimental (maestro) escuchaba era una grabación con gemidos y gritos de dolor que era la misma para todo el grupo experimental. Tampoco se asignaba el papel de maestro o alumno al azar, ya que en ambas hojas estaba escrita la palabra maestro. Sin embargo, estas personas no supieron nada del engaño hasta el final de experimento. De esta manera, para ellos, los gritos de dolor eran reales y aún así la mayoría de ellos continuó hasta el final.
La máquina expendedora de descargas se componía de 30 llaves marcadas con etiquetas que indican el nivel de descarga, empezando con 15 voltios, etiquetado como descarga leve, y aumentando de 15 en 15 hasta llegar a 450 voltios, cuya etiqueta decía "peligro: descarga severa". Cada vez que el alumno fallaba, el maestro tenía que aplicarle una descarga que comenzaba en el nivel más bajo e que iba aumentando progresivamente en cada nueva serie de preguntas.
El experimentador y el maestro se sitúan en la habitación anexa y da comienzo el experimento comienza. El maestro lee las palabras a través de un micrófono y escucha las respuestas del alumno. Los errores iniciales son castigados con descargas leves, pero conforme el nivel de descarga aumenta, el maestro empieza a escuchar sus quejas, concretamente a los 75 voltios. Cuando el maestro duda en aplicar la descarga el experimentador le empuja a continuar. A los 120 voltios el alumno grita diciendo que las descargas son dolorosas. A los 135 aúlla de dolor. A los 150 anuncia que se niega a continuar. A los 180 grita diciendo que no puede soportarlo. A los 270 su grito es de agonía, y a partir de los 300 voltios está con estertores y ya no responde a las preguntas.
El maestro, así como el resto de sujetos experimentales que hacen de maestros durante el experimento, se va sintiendo cada vez más ansioso. Muchos sonríen nerviosamente, se retuercen las manos, tartamudean, se clavan las uñas en la carne, piden que se les permita abandonar e incluso algunos se ofrecen para ocupar el lugar de alumno. Pero cada vez que el maestro intenta detenerse, el experimentador le dice impasible: "Por favor, continúe". Si sigue dudando utiliza la siguiente frase: "El experimento requiere que continúe". Después: "Es absolutamente esencial que continúe" y por último: "No tiene elección. Debe continuar". Si después de esta frase se siguen negando, el experimento se suspende.
Los resultados obtenidos en el experimento superaron todas las expectativas. Si bien las encuestas hechas a estudiantes, adultos de clase media y psiquiatras, habían predicho un promedio de descarga máxima de 130 voltios y una obediencia del 0%, lo cierto es que el 62'5 % de los sujetos obedeció, llegando hasta los 450 voltios, incluso aunque después de los 300 el alumno no diese ya señales de vida.
Lógicamente, lo primero que se preguntaron los investigadores fue cómo era posible que se hubiesen obtenido estos resultados. ¿Eran todos los participantes unos sádicos? La conducta manifestada por los sujetos experimentales demuestra que esto no es así, pues todos se mostraban preocupados y cada vez más asustados ante el cariz que estaba tomando la situación, y cuando finalmente se enteraban de que en realidad no habían hecho daño a nadie se sentían aliviados.
Tanto Milgram como otros investigadores pusieron en marcha diversos experimentos en diferentes países, introduciendo variaciones en algunos de ellos para tratar de aclarar cuáles son los factores que determinan mayor o menor obediencia. En uno de ellos se constató que cuanto más alejado estaba el alumno del maestro mayor era el índice de obediencia. Cuando los participantes no escuchaban la voz del alumno, sino que solamente podían escuchar sus golpes en la pared a los 300 voltios, la obediencia fue del 65 %. Si el alumno se encontraba en la misma habitación que el sujeto, quien podía verlo y oírlo, la obediencia fue del 40 %. Y cuando el maestro (adecuadamente "protegido") tenía que apretar la mano del alumno contra una placa para que recibiera la descarga, el 30 % llegó al nivel máximo de descarga. En todos los casos son niveles altos, sobre todo teniendo en cuenta que la predicción había sido una obediencia nula ya que se trataba de torturar a una persona.
En el caso de que el participante recibe apoyo de un compañero que se niega a que el experimento continúe, la obediencia decae al 10%, mientras que si ese compañero apoya al experimentador, la obediencia asciende más que nunca: el 93% de los sujetos llega hasta los 450 voltios.
Muchos participantes llegaron incluso a obedecer a una autoridad "inmoral" en una investigación en la que la víctima no daba su acuerdo a no ser que el experimentador prometiera poner fin al estudio si se lo pedía. Cuando el experimentador rompía su promesa y seguía instando al participante a que obedeciera, el índice de obediencia fue del 40 %.
No obstante, cuando el experimentador abandonaba la sala y dejaba a cargo a una persona que el maestro considera su igual, la obediencia descendía al 20 %, y era nula cuando dos experimentadores dan órdenes opuestas. Además, la obediencia continuaba al mismo nivel aun cuando era otro experimentador el que recibía las descargas, y al comparar los niveles de obediencia entre hombres y mujeres no se encontraron diferencias significativas.
La explicación que ofrece Milgram a estos asombrosos resultados es que los sujetos entraron en lo que él llamó "estado de agente", caracterizado por el hecho de que el individuo se ve a sí mismo como un agente ejecutivo de una autoridad que considera legítima. Aunque la mayoría de las personas se consideran autónomas, independientes e iniciadoras de sus actos en muchas situaciones, cuando entran en una estructura jerárquica pueden dejar de verse de ese modo y descargar la responsabilidad de sus actos en la persona que tiene el rango superior o el poder. Hay que recordar que los sujetos del experimento accedían voluntariamente a realizarlo, aunque en ningún momento se les dijo que estarían en una situación en la que tendrían que obedecer órdenes. La estructura social del experimento activaba con fuerza una norma social que todos hemos aprendido desde niños: "Debes obedecer a una autoridad legítima", entre ellos los representantes de instituciones universitarias y científicas (o los profesores en los colegios), policías, bomberos, oficiales de mayor rango en el ejército, etc. Cuando el sujeto entra libremente en una organización social jerárquica, acepta, en mayor o menor medida, que su pensamiento y sus actos sean regulados por la ideología de su institución.
Para obedecer, por tanto, la autoridad debe ser considerada legítima. En los experimentos de Milgram la figura de autoridad se reconocía fácilmente, como sucede en muchas situaciones de la vida real: científicos y médicos llevan batas blancas, los policías y los bomberos llevan uniformes, etc. Todos estos símbolos son capaces de activar la norma de obediencia a la autoridad.
Pero estos no son los únicos factores que intervienen en la explicación de los hechos. Cada vez que el maestro protestaba, el experimentador centraba su atención en la norma de la obediencia: "el experimento exige que continúe", "no tiene elección", y su calma ante el sufrimiento del alumno y ante las dudas del maestro, parecían indicarle a este último que, en esa situación, la conducta apropiada era obedecer por el bien del experimento, por fines superiores como la ciencia y el conocimiento.
Aún así, otra norma social que también habían aprendido estas personas desde su infancia les recordaba que no se debe hacer daño a los demás y que debemos prestarles nuestra ayuda cuando la necesiten. Este dilema les producía una gran ansiedad porque sabían que no estaban haciendo nada para aliviar el sufrimientos de esas personas. Milgram había logrado resaltar la norma de la obediencia y la situación incitaba a los maestros a prestar menos atención a la norma de ayuda a los demás (o responsabilidad social). Pero, ¿qué pasa cuando acentuamos la norma de la responsabilidad social? Como hemos visto, cuanto más próxima está la víctima al individuo, como cuando tenían que sujetar su mano sobre la placa, menor es la obediencia. Del mismo modo que la persona que espía por el ojo de una cerradura se llena de vergüenza al ser descubierta, el individuo que mira a los ojos de su víctima mientras le aplica la descarga, se ve reflejado en ella; las consecuencias de sus actos son demasiado evidentes, el nexo entre acción y consecuencia es palpable y los ojos de su víctima son el espejo en el que se refleja su propio rostro y lo hace más consciente de sí mismo y, por tanto, de sus actos, lo que lleva a un aumento de su sensación de responsabilidad ante ellos. Esto hace que la norma de responsabilidad social tenga más poder que la de la obediencia.
Los participantes comenzaron aplicando descargas leves de 15 voltios, que no suponían más que una simple molestia. Después, un poco más, aumentando gradualmente la intensidad de la descarga. Esta secuencia también contribuía a que los sujetos se viesen inmersos en la trampa de la obediencia. Además, llegaron engañados, sin que jamás se les hubiese pasado por la cabeza que acabarían haciendo tanto daño a alguien. Tampoco imaginaban que el alumno cometería tal número de errores al hacer algo tan sencillo (esto también estaba amañado de antemano), ni que las descargas llegarían a ser tan fuertes. Por otro lado, los participantes habían accedido a participar voluntariamente y, por tanto, habían reconocido al experimentador como autoridad legítima, y el hecho de haber obedecido durante las primeras fases podía estar empujándolos a continuar haciéndolo.
Otro mecanismo psicológico que interviene (y probablemente el más preocupante) consiste en llegar a pensar que la víctima se merece realmente lo que le está sucediendo. Muchos de los individuos que llegaron a los 450 voltios, una vez terminado el experimento criticaban a los alumnos diciendo que eran tan estúpidos que les estaba bien empleado. Al pensar que la víctima se lo merece, estas personas se sienten mejor, pudiendo reducir la ansiedad ocasionada por el conflicto entre sus deseos de no hacer daño a nadie y su obediencia. Por otro lado, la tendencia a culpar a la víctima aparece en numerosos contextos sociales como un forma de protegerse y que está basada en la creencia en un mundo justo, donde cada cual recibe lo que merece, sea bueno o malo. De esta forma, pueden pensar que a ellos, que son buenas personas, no les pasará nada realmente malo. Si, por el contrario, el mundo que nos rodea es considerado un lugar injusto, a cualquier persona puede sucederle algo terrible, haga lo que haga, con escasas probabilidades de controlarlo. De ahí que haya tanta gente que, erróneamente, quiere creer en ese hipotético mundo donde cada cual obtiene siempre lo que merece. Y si resulta que nosotros, que somos personas buenas y decentes viviendo en un mundo justo, le hemos dado una descarga de 450 voltios a una persona, fue probablemente porque se lo merecía. Una vez que el maestro, mediante este mecanismo psicológico defensivo, ha llegado a infravalorar al alumno, éste ha pasado de ser una víctima inocente a convertirse en alguien que merece el maltrato.
Por supuesto, el experimento de Milgram no sólo dio que hablar sobre la obediencia sino también sobre la ética en la investigación psicológica, debido al engaño y a la situación tan angustiosa en la que habían sido atrapados los participantes. Milgram se defendió diciendo que todos los sujetos habían sido informados cuidadosamente de la verdad tras el experimento y que los cuestionarios de seguimiento mostraban que el 84% tenía sentimientos positivos acerca de su participación, el 15 % sentimientos neutros y sólo el 1'3 % describió sentimientos negativos. Aún así, estos experimentos llevaron a la introducción del "consentimiento informado", por el que todo participante en una investigación debe tener la información necesaria sobre el experimento, de modo que pueda elegir, sabiendo lo que hace, si quiere participar o no.
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